domingo, 10 de fevereiro de 2013

CLASE MEDIA, PARTITOCRACIA Y FASCISMO


por Miguel Amorós
El tema de la  partitocracia no ha sido seriamente estudiado ni por la sociología académica ni por la crítica “antifascista” del parlamentarismo moderno, y eso a pesar de que la crisis de los regímenes autoproclamados democráticos haya desvelado su realidad específica  en  tanto  que  sistema  autoritario  con  apariencias  liberales  donde  los partidos,  y  mucho  más  sus  cúpulas, se  abrogan  la  representación  de  la  voluntad popular  a  fin  de  legitimar  su  acción  y  sus  excesos  en  defensa  de  sus  intereses particulares. No debe de extrañar el hecho, pues al igual que sucedió con la burocracia de partido único en los regímenes estalinistas y fascistas, la clase política conformada por la  partitocracia existe en la medida que oculta su existencia como clase. Como apunta  Debord,  “la  mentira  ideológica  de  su  origen  jamás  puede  revelarse.”  Su existencia como clase depende del monopolio de la ideología, leninista o fascista en un caso,  democrática  en  el  otro.  Si  la  clase  burocrática  del  capitalismo  de  Estado disimulaba  su  función  de  clase  explotadora  presentándose  como  “partido  del proletariado” o “partido de la nación y la raza”, la clase partitocrática del capitalismo de Mercado lo hace exhibiéndose como “representante de millones de electores”, y por lo tanto,  si  la  dictadura  burocrática  era  el  “socialismo  real”,  la  suplantación partitocrática de la soberanía popular es la “democracia real”. La primera ha tratado de apuntalarse con la abundancia de espectáculos rituales y sacrificios; la segunda lo ha hecho con la abundancia de viviendas y de crédito para poseerlas. Sendas abundancias han fracasado.  
     Para comprender el fenómeno de la partitocracia hay que remontarse a sus orígenes históricos, cuando el caciquismo deja de ser operativo debido a la pérdida de poder de las oligarquías locales en favor del Estado. En un momento determinado de desarrollo capitalista, aquél en el que la burocratización juega un rol central en la historia, la administración partidista sustituye al paternalismo de los terratenientes. El susodicho fenómeno hay que enmarcarlo entre la degeneración extrema del parlamentarismo, la concentración del capital, la degradación de las organizaciones obreras, la expansión del Estado, la profesionalización total de la política y la formación de una clientela utilizando  arbitrariamente  fondos  y  empleos  públicos,  hechos  intensificados  en  la posguerra mundial. Podíamos también aludir a los vaivenes imperialistas, a la guerra fría, al “eurocomunismo”, a los procesos de modernización tecnológica y a la crisis energética, como otros tantos condicionantes de la fusión de la política, el Estado y el capitalismo nacional. Pero la patrimonialización del Estado por una clase política no alcanza su cenit y, por lo tanto, no desempeña un papel preponderante, más que cuando proclama como objetivo único el crecimiento de la economía autónoma, es decir, el abandono del nacionalismo económico en pro del desarrollo mundial del Mercado. Entonces la clase política, apoyada en una extensa clientela, se convierte en parte de la clase dominante. En una nueva burguesía, si se quiere. Entiéndase que no es una clase subalterna, ni es toda clase dirigente (salvo en China); tampoco se trata de una clase  nacional.  Precisamente  cuando  se  internacionaliza  deviene  un  elemento fundamental en las relaciones de producción impuestas por la globalización financiera. La partitocracia suprime la contradicción entre intereses nacionales e intereses globales al recrear en todas partes las mismas condiciones políticas óptimas para la expansión de la economía; por un lado, forjando al mismo tiempo una extensa red clientelar mediante los copiosos recursos del Estado; por el otro, desactivando las protestas que emanan de la sociedad civil, integrando a la oposición no parlamentaria, y aportando la violencia institucional allí donde falla la violencia económica. La economía no funciona sin el 1orden, y la partitocracia es, si no exactamente el orden, es un desorden que funciona en beneficio de la economía. Es el desorden establecido.
     Bien que en un caso estamos ante un sistema abierto y competitivo que utiliza procedimientos  electorales  y,  en  el  otro,  ante  un  sistema  cerrado  y  rígidamente jerarquizado  donde  los  nombramientos  no  necesitan  legitimación,  en  los  últimos tiempos no es raro la comparación, incluso la asimilación, de la partitocracia con el fascismo. Ambas son formas autoritarias de gobierno que surgen tras los retrocesos y derrotas del proletariado, en el subsiguiente proceso de masificación y desclasamiento que  dará  lugar  a  una  nueva  clase  media  conformista  y  aquiescente.  Las  dos nacionalizan bancos en ruina y tienen un momento “plebeyo” inicial que estipula el “derecho al trabajo” y el “bienestar”, bien apuntalando a determinados sindicatos o bien creándolos ad hoc para usarlos como interlocutores, momento que finaliza tan pronto como la clase obrera sea domesticada y disuelta. La conversión del proletariado en una infantería pasiva de los sindicatos institucionales, sin ninguna conciencia de clase ni deseo de transformación social, es fundamental. Entonces se realizan contrarreformas laborales  y  se  piden  esfuerzos  depauperadores  a  las  clases  medias.  Fascismo  y partitocracia se empeñan en que la sociedad civil proletarizada no se constituya al margen del sistema y les dispute espacios, pero uno, en tanto que defensa extremista de la economía, recurre a la brutalización de la vida pública, mientras que el otro, en tanto que  defensa  modernizante,  emplea  de  preferencia  la  seducción  consumista  y  la corrupción. Son respuestas costosas a la crisis capitalista puesto que necesitan mantener una creciente población improductiva, ya que la salida de aquella exige una renovación, una movilización y un trasvase de recursos que no están al alcance del Mercado. Pero el fascismo  es  una  respuesta  arcaica  y  dura,  y  la  partitocracia,  una  respuesta  más envolvente  y racionalizada.  Son maneras  de organización  política  del  gran capital, diferentes de los regímenes antiguamente llamados “bonapartistas” -haciendo referencia a  la dictadura  populista implantada  en Francia  tras  una victoria  electoral  por Luis Napoleón, como el del mariscal Pétain, también en Francia, el del general Perón en Argentina o el chavismo. Partitocracia y fascismo poseen una base social concreta, la pequeña burguesía, los empleados y el proletariado desclasado en el segundo, y la clase media asalariada y los obreros sindicalmente amaestrados en el primero. 
     La psicosis colectiva generada por la ausencia de ideales de clase, la desmoralización y el miedo a la crisis, hacen que dicha base crea en milagros con tal que una dirección salvadora los prometa, y se disponga a someterse, no sin patalear, a toda clase de medidas restrictivas. El desastre de la globalización hace que la dominación reclame una economía de guerra. Y aquí comienzan las diferencias: el fascismo se produce en un
marco  nacional,  de  ahí  sus  planes  autárquicos,  las  empresas  mixtas,  los  trabajos públicos como solución del paro y su nacionalismo expansionista. La partitocracia se desarrolla en un contexto neoliberal, por lo que su planificación nacional obedece las directrices económicas del capital internacional y su política exterior se supedita a la estrategia diplomático militar del gran Estado gendarme del capitalismo, los Estados Unidos de América. De ahí sus planes de infraestructuras, el fomento de la construcción de viviendas  y el uso del “bienestar”  como distribución  discriminatoria  de favores clientelares.  Al contrario  de lo que  sucede  con el  fascismo, en  la  partitocracia la utilización del aparato burocrático con fines privados está descentralizada; ocurre en cualquier nivel de la administración y no solamente en las altas esferas ministeriales. La partitocracia no necesita estatizar ningún medio de producción, aunque sí puede darse el caso de intervenir en los medios financieros; trabaja más en pro de los fondos de 2inversión internacionales que para salvar la empresa o la propiedad privada autóctona; se mueve siempre en la esfera de intereses que superan a los estatales y locales, aunque no los anulen puesto que son los de su parroquia. Cierto es que se sirve del miedo como instrumento de gobierno, pero no para imponer una política de terror, sino una política
de  resignación.  Para  la  partitocracia,  los  terroristas  son  los  otros,  sus  enemigos violentos o tranquilos que intentan reconstruir la sociedad civil mediante la disidencia, y se emplea a fondo con ellos, aunque en condiciones normales prefiera disolver los antagonismos de clase en lugar de criminalizarlos y aplastarlos, escogiendo la compra de líderes por cooptación al uso de la fuerza, y la tecnovigilancia al internamiento político.  El  fascismo  no  admite  la  excepción,  mientras  que  la  partitocracia tolera minorías  hostiles  con  tal  de  que  su  autoexclusión  no  se  vuelva  problemática.  La comunidad ilusoria definida por el fascismo de la que hay que formar parte por la fuerza es la de la raza o la nación y su espacio vital, mientras que la comunidad partitocrática es  la  ciudadanía  o  los  votantes,  de  la  que  cabe  la  posibilidad  de  marginarse parcialmente. Por eso carece del gran problema de las dictaduras terroristas de partido único,  que  es  la  guerra  contra  las  naciones  vecinas.  En  virtud  de  los  tratados internacionales  que  establecen  la  circulación  libre  de  capitales,  la  expansión  de  la economía nacional no choca con aranceles ni barreras aduaneras, pudiéndose extender y hasta deslocalizar por el mundo sin necesidad de operaciones bélicas, salvo las exigidas por el control de las fuentes de energía. En consecuencia, las políticas “de defensa” de los  sistemas  partitocráticos  no  agotan  las  reservas  nacionales  en  la  fabricación  de armamentos, ni condenan al hambre a la población sometida (como pasaba por ejemplo en  la  URSS  y  pasa  hoy  en  Corea  del  Norte.)  Los  fascismos  y  totalitarismos  han resultado fallidos casi siempre y se han desmoronado víctimas  de sus insuperables contradicciones. Con frecuencia has sido sustituidos por regímenes partitocráticos más o menos imperfectos, es decir, más o menos mafiosos, según la presencia débil o fuerte de mecanismos reguladores, e inversamente, según la presencia fuerte o débil del personal del régimen  anterior. Alemania, Suecia o el Reino Unido podrían ser ejemplos  de partitocracias autorreguladas, y España, Italia o Rusia, de partitocracias prevaricadoras y corruptas. Tal reconversión se ha aprovechado de la derrota definitiva del proletariado revolucionario, nunca compensada con nuevos avances que reanimaran la discusión y el debate  social  e  hicieran  posible  el  retorno  de  un  movimiento  obrero  radical  e independiente.
     Podemos aceptar que la partitocracia no es fascismo, aunque se asemeje a él en algunos aspectos -sobre todo en la forma bipartidista- pero es más cierto que tampoco es democracia, ni siquiera “democracia enferma”: en ella no existe separación de poderes, ni debate público, ni control, ni toma de decisiones consensuadas mayoritariamente. Es un tipo moderno de oligarquía desarrollista que funciona, aunque las crisis, al sacrificar a  un  buen  número  de  sus  partidarios,  producen  cierto  grado  de  desafección.  Las partitocracias  se ven cuestionadas por su base social debido a su supeditación al sistema  financiero,  pero  no  hasta  el  punto  de  apelar  ésta  a  procedimientos revolucionarios, ya que su iniciativa no va más allá de la reforma electoral, del control de  la  Banca  y  de  la  demanda  de  inversiones. Las  clases  medias  descontentas  no rechazan el sistema partitocrático, simplemente exigen unos partidos más acordes con sus intereses y un Estado más keynesiano que solucione el problema del paro y del crédito;  por  consiguiente,  sus  armas  siguen  siendo  la  recogida  de  firmas,  las movilizaciones por delegación, pacíficas y espaciadas, los votos y los recursos ante los tribunales. Se toman al pie de la letra lo que el régimen dice de sí mismo. Así pues, las clases  medias  (entre  las  que  cabría  el  proletariado  inconsciente,  disperso  y 3desmoralizado) no persiguen un enfrentamiento con las instituciones partitocráticas, sino una mayor apertura de las mismas a un frente de terceros partidos y asociaciones. Una bautizada “democracia participativa.” Quieren estar correctamente representadas en el régimen, por lo que nunca presentarán batalla ni seguirán a nadie que la presente. Mojan la pólvora para que no explote. No obstante, cuando las instituciones dejan de funcionar por un exceso de endeudamiento, fruto de la corrupción o de una simple mala gestión prolongada, se produce esa circunstancial distanciación que, al aislar a la clase política –la cual, no lo olvidemos, incluye a la burocracia obrera- obliga la partitocracia a endurecerse aproximándola al fascismo, y más con el temor a la presencia de una verdadera oposición “antisistema”. Pero entonces, no basta con la legislación punitiva y las fuerzas antidisturbios: hay que utilizar a los partidos y sindicatos alternativos, a las coaliciones electorales y las plataformas cívicas, a los movimientos sociales y vecinales, con el fin de apaciguar el descontento y reconducirlo por vías políticas  y sociales legalistas. Uno se duerme en una asamblea de “indignados” y se despierta votando a Izquierda Unida o a Los Verdes. Y mientras tanto, la clase política, el verdadero Partido del Estado, salva su modus vivendi, o como ella lo llama, la “gobernabilidad”, gracias a una  complicación  pasajera  del  mapa  político  y  unas  puertas  entreabiertas  a  la participación “transversal”.
     La partitocracia se consolidó gracias al apoyo de las clases medias, que gustan de autodenominarse “ciudadanía”, pero no se corresponde con el gobierno de dichas clases; es, por el contrario, el gobierno absoluto del capital globalizado.  Al estar demasiado fragmentadas, las clases medias son incapaces de una política independiente y, tanto en  épocas  de  bonanza  como  en  épocas  de  crisis,  se  acomodan  con  las  políticas desarrollistas que marcan los dirigentes de la alta burguesía ejecutiva. Pero algo han de decir cuando sus intereses son echados por la borda. La protesta ciudadana, de la que el izquierdismo vanguardista no es más que una versión arcaizante, es su manera de manifestar el desencanto con los “políticos” y los parlamentos. Que no espere nadie ver transformarse  las  reivindicaciones  “democráticas”  consabidas  en  reivindicaciones socialistas. Que tampoco nadie espere encontrar en las propuestas ecologistas una defensa del territorio. No se piden más que reformas; sin embargo, la partitocracia, al igual que el desarrollismo en el que se sienta, no puede reformarse, sólo cabe derribarla, y eso es precisamente a lo que las clases medias no se atreven. No está en su naturaleza. Si se concentraran fuerzas históricas suficientes para destruir la partitocracia, es decir, si se profundizara la crisis social hasta la ruptura, una parte de la clase media las seguiría,  mientras  que  la  otra  abrazaría  la  dictadura  o  el  fascismo  y,  entonces,  el comunismo o socialismo revolucionario se jugaría a doble o nada. Por desgracia, como lo demuestra la ausencia de mecanismos populares de autoorganización, esas fuerzas no existen.
     Cualquier análisis serio de la partitocracia debe tener en cuenta las relaciones entre la clase dominante, incluida  la clase política,  las clases medias  y los movimientos contrarios  al sistema.  La clase dirigente debe asegurar la conexión con las clases medias mediante el Partido del Estado, neutralizando cualquier oposición resuelta que se forme directamente desde la contestación social. Si ello no sucediera y las protestas se convirtieran en revueltas, la clase dominante abandonaría los métodos pacíficos y conservadores en pro de tácticas propias de la guerra civil, acallándose los lamentos ciudadanistas y transformándose la clase política en partido unificado del orden. Cuando la clase dominante entra en conflicto con la democracia parlamentaria formal tratará de salir  mediante  leyes  de  excepción  y estados  de  sitio  encubiertos,  como  ha  venido 4haciendo. Esa es la verdadera función de la clase política y la burocracia obrerista en momentos  de  crisis  aguda.  La  clase  política  o  Partido  del  Estado  está  para  hacer innecesario el siempre arriesgado recurso al golpe militar o al fascismo, pues ella ha de bastarse  y  sobrarse  para  hacer  de  gendarme  del  capital  mundial  manteniendo  las mínimas apariencias de legitimidad parlamentaria. Conviene ahora recordar que  las clases medias no constituyen exactamente una clase, sino un agregado variopinto de fragmentos sociales, maleable y versátil, por lo que están condenadas a seguir siendo hasta el fin una herramienta del capitalismo. No pueden escapar a las alianzas de emergencia con la clase dominante, puesto que necesitan una “dirección” y no hay otra clase capaz de dársela. Por otra parte,  las clases medias temen más a la anarquía popular, a la violencia de masas, al anticapitalismo o al desmantelamiento del Estado, que a los impuestos, a los recortes o a las privatizaciones. Están irritadas con los políticos, con el parlamento y con el gobierno, pero todavía creen en los jueces, en la prensa, en los funcionarios y las ONGs, en la sanidad y la enseñanza públicas, en la ciencia  y  el  progreso.  Están  sentadas  sobre  dos  sillas  inestables,  pero  ante  una alternativa demasiado pronunciada se aferrarán a los tópicos ciudadanistas del orden antes que aventurarse por los inciertos caminos de la revolución social. No será así en todos los casos, pero sí en la mayoría. Al menos en un principio, cuando la clase dominante  y  el  sistema  partitocrático  tengan  las  de  ganar.  Su  papel  histórico  es subalterno, nunca determinante. El sujeto subversivo no surgirá de ellas, no encontrará en ellas sus ilusiones y su ser. Hemos apuntado la posibilidad de que de la plena descomposición  del  capitalismo  pueda  emerger  una  clase  “peligrosa”  dispuesta  a cambiar la sociedad de arriba abajo y a eliminar el régimen político imperante. Esta clase  negativa  habrá  de  rechazar  la  ideología  ciudadanista  tanto  como  la  política profesional  mistificadora  que  hacen  los  partidos,  pues  su  condición  de  existencia impone una estrategia disolvente y un proceder independiente e igualitario. Si eso llega a suceder, la cuestión de la clase media se resolverá por sí sola.
     Es muy difícil pensar estratégicamente después de una serie de derrotas decisivas. Los nuevos rebeldes persisten en ignorar la derrota de sus predecesores, pues cuanto mayor ha sido la destrucción del medio obrero y el progreso de la domesticación, mayor es la desorientación y la impotencia en vislumbrar una nueva perspectiva. La historia social registra un gran número de derrotas suplementarias como resultado de una mala evaluación de la derrota principal, en este caso la del proletariado en los sesenta y setenta, empeorada con los intentos de ocultarla o de ignorarla. Tampoco parece que influyan las transformaciones del capitalismo provocadas por la globalización, la crisis energética  o  la  urbanización  generalizada.  En  la  guerra  social  este  tipo  de comportamiento  lleva  a  la  aniquilación  de  fuerzas,  al  compromiso  efímero  y  al sectarismo vanguardista y aventurero. Resulta paradójico que quienes más partidarios son de una memoria histórica completa sean los más desmemoriados. Y que quienes se autodenominan la pesadilla del poder no sean más que la facción indisciplinada  y extremista de las clases medias en ebullición. A lo largo de la historia las crisis sociales han conducido a situaciones  explosivas, pero en una atmósfera  de confusión y  en ausencia  de  una  conciencia  clara,  las  crisis  solamente  agravan  el  proceso  de descomposición.  La  mentalidad  nihilista  y  el  oportunismo  ocupan  el  lugar  de  la conciencia de clase, trabajando contra la formación de un sujeto revolucionario, y fomentando subsidiariamente en las masas oprimidas sentimientos de frustración y de indiferencia. En los medios superficialmente contestatarios faltan análisis serios que destapen las raíces de la cuestión social. El atroz contraste con la realidad tozuda y triste de los ridículos tacticismos obreristas e insurreccionalistas, por no hablar de los todavía 5más penosos montajes lúdicos o estéticos, induce a la pasividad, no a la radicalización. No puede haber radicalización sin toma de conciencia, y no hay toma que valga si no se ha evaluado críticamente  el pasado.  Solamente  con buenas intenciones,  rabia y escenografías no se va a ninguna parte. Desgraciadamente estamos en los comienzos de
una  revisión  crítica.  El  capitalismo  continúa  venciendo  sin  encontrar  demasiada resistencia.  Y  el  bando  de  los  vencidos  continúa  sufriendo  las  consecuencias  no asimiladas de sus derrotas.

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